El juez

                                                                       

Cuando fui citado a comparecer en calidad de  testigo (así decía la cédula de notificación), entré, por primera vez en mi vida, en el Palacio de Justicia. Cuántos corredores, cuántas puertas. Pregunté dónde estaba el juzgado que me había enviado la citación, pero nadie sabía o me daban instrucciones erróneas y contradictorias. Harto de caminar de aquí para allá abrí una puerta y entré. Me atendió un joven de chaqueta de lustrina, o pálido y muy altanero“Soy el testigo”, le dije. Me contestó sin mirarme: “Espere su turno”. Esperé, prudentemente, un par de días. Después me aburrí y, tanto como para distraerme, empecé a ayudar al joven, quien ni siquiera me lo agradeció. Al poco tiempo ya sabía ubicar los expedientes y distinguirlos unos de otros. Los abogados que acudían al juzgado me saludaban con amabilidad, algunos me dejaban sobrecitos con dinero. Un ordenanza nos traía la comida, al joven y a mí. Por la noche el joven se iba a su casa, pero yo me quedaba a dormir en un sofá de cuero: tenía miedo de perder mi turno de testigo. Al cabo de un año (o dos, no estoy seguro), pasé a desempeñarme en la trastienda. Sentado a un escritorio, redactaba las sentencias y se las llevaba al Juez, un hombre muy gordo y pálido, vestido de negro, que nunca salía de su despacho. Antes de irnos a dormir solía hacerme confidencias. ¿Qué será de mi esposa?, suspiraba. “Y de mis hijos. El mayor andará  por los veinte años”. Tiempo después este hombre melancólico desapareció. Y como nadie venía a ocupar su sillón, yo lo reemplacé, No me falta práctica. Ahora todo el mundo me llama “señor Juez” o “Usía” El joven de saco de lustrina, cuando entra en mi despacho, me dedica una reverencia. Presumo que no es el mismo que me atendió el primer día y que era tan engreído, pero se le parece extraordinariamente. La vida sedentaria me ha hecho engordar. Y como desde hace años no veo la luz del sol, estoy muy pálido. A veces añoro mi casa, a mi familia. En ciertas oportunidades, por ejemplo en Navidad, no resultaba agradable permanecer aquí encerrado. Pero soy el Juez, Ayer un nuevo empleado, un muchacho muy simpático, me hizo firmar una sentencia donde condeno a un testigo renitente. El nombre del testigo me suena familiar. ¿Será el mío? No estoy seguro.

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