El maestro dice:
-Ser escriba es dirigir el mundo entero. Nada iguala el poder de la palabra.
Nimasatsed recuerda los signos grabados en el gran obelisco y piensa que el maestro tiene razón.
-Para escribir sol, hacemos un disco. El dios Sol es Ra y se coloca al comienzo del nombre de nuestro rey Ramsés.
-Para indicar el poder del rey el modelo es Horus, el halcón.
El maestro continúa. Nimasatsed trata de sostener con una mano la tablilla de cerámica sobre el banco, mientras prepara el pincel y lo sumerge en la tinta negra. El disco del dios Sol es sólo un borrón, el niño se da cuenta, y entonces carga el pincel con menos tinta al repetir el movimiento.
-Quien ha bebido del agua del Nilo no se saciará con ninguna otra –dice el maestro al día siguiente.
Así, poco a poco, Nimasatsed aprende a escribir, a contar, a medir, a encolar las finas tiras de papiro para formar rollos cada vez más largos, a despuntar las cañas para hacer afilados cálamos, que lo ayudarán a dibujar los signos a la perfección. Sabe que ser escriba significa no doblar la espalda sobre el surco, no sudar acarreando piedras para construir el nuevo templo que exigen los sacerdotes. Ser escriba, se lo ha dicho el maestro, es dirigir el mundo con la palabra.
El papiro puede quebrarse, Nimasatsed lo sostiene con cuidado. Su mano derecha ha cumplido hoy con el rey, embebiendo una y otra vez en tinta negra el cálamo con el que escribió los cálculos de los astrónomos, la cuenta de las cabezas de ganado entregadas a los carniceros para la faena, los materiales usados en la construcción de la Tumba Real.
Nimasatsed está orgulloso de ser un escriba al servicio del Faraón. Se ha afeitado la cabeza y sabe que atrae las miradas de la gente al cruzar la ciudad.
Sin embargo, aún no ha conseguido el poder prometido por el maestro cuando era un niño.
Ser escriba es dirigir el mundo entero, recuerda, y esas palabras ya no le satisfacen como antes. Los trabajos en la tumba le ocuparon largos años de vida, y ahora que está por terminarlos se siente confundido. Le parece mezquino que el Faraón le haya concedido sólo un masaba , igual que el de los otros notables. Él merece mucho más.
Todas las palabras de la Tumba Real han sido escritas por Nimasatsed. Una a una, en largas columnas verticales, fijaron para siempre los relatos del poder, los cantos que facilitarán el paso del amado rey al más allá. Hasta se ocupó de las fórmulas mágicas que lo harán viajar hacia el país de la felicidad eterna.
¿Qué sería del rey sin las palabras de Nimasatsed? Es cierto que los pintores y artesanos hicieron dibujos y bajorrelieves de colores con bellas mujeres bailando, campesinos cosechando el rubio trigo, innumerables peces en el gran río, barcas, ganados, todo lo que posee el rey en la tierra.
Y modelaron las figurillas de terracota representando a notables, artesanos, vasallos, los que ayudarán al Faraón en su otra vida como lo hacen en la presente. Sin embargo, ningún dibujo, ningún bajorrelieve, ninguna figurilla podrían reemplazar las palabras de Nimasatsed.
Él, el Escriba, ha cantado la gloria y merece compartirla.
Un día, Nimasatsed escucha que es inminente la clausura de la tumba porque ya no queda ningún detalle sin terminar.
Entonces, pone en marcha su plan.
Es sagrado el papiro, el maestro se lo dijo muchas veces cuando era niño. Pero ahora ha robado un rollo pequeño, en el que va a escribir sobre sí mismo.
Ese día termina la tarea y sale con un bulto disimulado entre los pliegues del lienzo que le rodea la cintura. Al llegar a su casa, saca el papiro y se sienta sobre un tapete.
Apoya el papiro en la tablilla y la tablilla sobre sus piernas dobladas, moja la caña en tinta y empieza:
Escribe, lo primero, el amor por su hermana Tiqi, a quien vio morir envuelta en lienzos húmedos con los que su madre trataba de sacarle las fiebres.
Escribe el placer ante el Nilo dorado, en los amaneceres, cuando el aire trasparente recibe los mil reflejos del sol en las aguas.
Y los sonidos en la colina de los gansos salvajes, más el olor de una pantera aprisionada, un día, en el mercado.
Cuenta su temor por la soledad de las noches en el desierto, el silencio hostil del desierto, el frío que penetró allí en cada uno de sus huesos.
Escribe, y al escribirlo recuerda su corazón, el sabor de los labios de la princesa Tjuyu, antes de que ella le confesara que se casaba con Cheik, el poderoso señor de la guerra.
Por dos veces agrega aceite a la lámpara, debe acabar esa misma noche.
Una vez más recuerda al maestro: Nada iguala el poder de la palabra.
Con las luces del alba, Nimasatsed enrolla el papiro.
Hoy es el gran día. Finalizaron los trabajos en la Tumba Real y si al Faraón lo satisfacen, las puertas serán selladas y nadie volverá a entrar hasta su Viaje Final.
Nimasatsed ha ocultado nuevamente el papiro entre la ropa. Acompaña al Señor hasta una sala en el corazón de la Tumba, y ve cómo el Sacerdote abre el sarcófago para mostrar Su nombre en el dorado rectángulo. Después, es invitado a leer los cánticos que escribió en las bóvedas y algunos de los conjuros.
El rey aprueba. La ceremonia ha terminado, y se retira por pasillos iluminados con antorchas que el Sacerdote va apagando tras su paso; ahora sólo las tinieblas custodiarán los tesoros.
Antes de abandonar la sala de las ofrendas, Nimasatsed se demora tras la estatua de Horus. La oscuridad es completa, pero él conoce bien adónde colocar su testimonio: será en el lugar de honor, sobre la Barca de Oro que llevará al soberano hacia las regiones celestes.
Deja el rollo de papiro y avanza tras los otros.
De pronto, una mano aprisiona su brazo y el Sacerdote grita:
-Oh mi Señor, este miserable ha robado un papiro y lo escondió aquí.
-¿Un papiro? ¿Y para qué?
-No sé. Vamos a buscarlo.
El Sacerdote enciende otra vez las antorchas en la sala de las ofrendas y obliga a Nimasatsed a leer su papiro.
Al terminar, el Escriba inclina la cabeza.
-¿Tu deseo era llegar al otro mundo como un rey? –le dice el rey.
Nimasatsed se arrodilla en silencio. Sabe que no puede esperar clemencia, ha cruzado una frontera de la que no se vuelve.
En el silencio de la cámara, retumba la voz del rey:
-Tu deseo será cumplido. Te quedarás para siempre aquí, en la Tumba Real.
Mientras las puertas de la tumba empiezan a cerrarse, el Faraón ordena al Sacerdote:
-Antes de sellar la entrada, quema ese papiro hasta que no queden más que cenizas. Nada hay más peligroso que las palabras.
* Lardone, Lilia. Papiros. Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2002.