EL CAZADOR por César Altamirano

EL CAZADOR por César Altamirano

Siguiendo el rastro* que dejaba el muñeco en la tierra del patio, se podía llegar hasta el chico.

En la sierra, se había perdido la cuenta de los días que soplaba el norte*, persistente. Abajo y cerquita, el río, a punto de desaparición, era apenas un hilo cercado por arenas voraces que amenazaban tragarse las últimas gotas.

 

La tierra reseca, era polen* asentado sobre todas las cosas.

El hombre dejó descansar el hacha para recibir el mate y luego comentó:

-El sur* viene de agua.

 

-¡Ojalá no tarde! -fue la respuesta.

 

La mujer inmóvil, parecía tallada en madera, mientras esperaba. Sus ojos enrojecidos aparentaban no mirar nada. Cualquiera hubiera dicho que a ese ser* lo habían vaciado. Recibió el mate al tiempo que el hombre arrasaba el sudor* de su cara con el brazo.

 

Continuaron los golpes secos. El tala se resistía y pequeños trocitos de madera salían disparados en cualquier dirección. Con un golpe al sesgo y otro en contra se veía el oficio. Empezó temprano. con la esperanza del fresco, pero había amanecido caliente, sin tregua*.

 

Como haciendo caso a una señal misteriosa, cantaron todas juntas las chicharras. Atronaron el aire.

 

Una lagartija verdeó su forma en un costado del patio, hacia la pirca.

 

Entonces, la mujer vio al chico y le gritó sin estridencias:

 

-¡Le he dicho que no juegue en la pirca! Es peligroso.

 

El chico dejó de hurgar las juntas de piedra con el palito y poniéndose el Superman bajo el brazo, se fue al reparo del adobe. Ese gran muñeco de plástico descabezado, era jaula donde iban a parar sapos de la lluvia, Iagartijas, pichones de torcaza.

 

A ratos, el hombre miraba las presas* y pensaba:

 

-Éste será cazador.

Un cachalote trotó marroncito con pasos marciales.

 

Escondido en la sombra, el chico contemplaba absorto la aparición. Era un pequeño cordón amarillo, naranja y negro que ondulaba despaciosamente. Un cono de sol, filtrado por las cañas del alero, hizo restallar los colores.

 

La ramita de acacia negra tenía dos espinas en la punta. Usándola como tenedor, enrolló la víbora y la introdujo por eI hueco del Superman. En ese momento, el muñeco se convirtió en una trampa mortal. El chico tapó el agujero con la mano; dentro empezó a agitarse la coral. Dos veces irguióse repentina y tiró el saetazo, mas no podía morder la lisura tibia de la palma. Al chico le gustó la cosquilla y pensó que su presa jugaba con él. Después se aquietó, ovillándose en el fondo de su encierro.

 

El cazador, al no sentir movimiento, empezó a correr la mano, acercando el ojo al agujero.

Espió atento.

La luz, a través del plástico, opacaba los colores del ofidio. Éste se movió y el chico pudo ver la pequeña cabeza de terciopelo negro, con dos ascuas* diminutas por ojos. Sacó la mano, dejando libre la salida.

 

Su prisionera estaba quieta, como muerta; entonces introdujo el palito hasta el fondo. La víbora cobró movimiento y empezó a enroscar a la rama, subiendo. La sacó afuera depositándola en el suelo. Al sentirse liberada, reptó suavemente tratando de escapar, pero no fue muy lejos. El tenedor de espinas aprisionó el centro de su cuerpo y levantó la cabeza para atacar esta vez la rama. No lo hizo y volvió a enroscarse en ella. El chico aprovechó la situación para introducirla en el muñeco por segunda vez.

 

-¡Vengan a comer! -pudo escuchar desde un punto infinito de su abstracción.

Entonces dejó parado el Superman en la tierra y tapó el hueco con una piedra chata. Ahí quedaron, envase y contenido, mientras se dirigía presuroso a la mesa.

Bajo el alero de caña, el hombre y la mujer esperaban. Se acomodó en el banquito celeste descascarado y apuró el guiso de cordero, urgido por volver a la sombra del adobe con su tesoro.

 

Una araña enorme, negra y velluda, transitaba ceremoniosa por un tirante del alero*. El hombre la vio:

-Va a llover nomás… Ha salido la pollito… -dijo terminando el resto del vino.

 

Prendió un chala con una brasa alzada con los dedos, antes de volver al corte de leña.

 

La mujer echó agua en una batea de algarrobo, para lavar los enseres*, cuando advirtió un apurarse sospechoso del chico hacia la sombra del adobe.

 

-¡Váyase a dormir!

 

La frase lo alcanzó justo cuando alzaba el muñeco, para evitar la acometida furiosa del perro, que salió de los churquís* ladrando erizado.

 

-¡Quieto León! Cuando ese perro se va al monte unos días, vuelve hecho una fiera, mejor atarlo…

 

El animal, inquieto, se resistía, pero le pasó la cadena al cuello, El cazador. como si ocultara algo, cruzó la arpillera de la puerta y se tendió en el catre, reteniendo contra su pecho su jaula tapada con la mano libre.

 

–¡Le he dicho que se duerma! -ordenó la madre, acostándose de espaldas al lado del chico.

Este se volvió y para acomodarse, quitó la mano que tapaba el envase. La coral asomó la cabeza orientada por su lengua rítmica y nerviosa. Sacando medio cuerpo, exploró la espalda de la mujer sin encontrar resquicio en el vestido de bayeta. Retrocedió y la mano del chico, en la inconsciencia del sueño, cerró nuevamente la salida.

 

Así durmieron.

 

La siesta pasó como viento del desierto.

 

La leña ya estaba apilada y el hombre se disponía a tomar mate, cuando le recordó a la mujer:

 

-Es hora que despierte al cazador.

 

El chico somnoliento apareció entre la arpillera y el marco, abrazando el muñeco de plástico.

 

El perro atado saltó toreando súbitamente, pero la cadena lo frenó en seco.

 

La mujer se dio cuenta del peligro que anunciaba León. Ella, paralizada por el terror, transpiraba* frío, fijos los ojos en la celda**de plástico.

 

-¡Veni! –le gritó-. ¡Sacale eso!

 

El chico, retrocediendo a la defensiva, aferró la mano en el cuello trunco del Superman.

 

Entonces sintió el picor en un dedo y asomaron minúsculas gotitas rojas. Con un violento revés, el hombre arrojó al suelo el muñeco. Éste pareció vomitar en su interior al reptil que huía.

 

Con decisión instintiva lo aplastó, mientras empuñaba con amargura el filoso machete, dispuesto a cercenar el brazo como único remedio.

 

Giró suavemente al cuerpo de la víbora con la desflecada alpargata viendo la panza blancuzca que aún latía.

 

Falsa* había sido! -dijo y escupió el chala.

César Altamirano: Nació en 1926 en Córdoba. Pasó su niñez alternando entre la ciudad y las sierras, de ahí su conocimiento de los hombres y la vida en los montes serranos. Recibió  premios, como el que se le otorgara en el Concurso Provincial de Narrativa de Tancacha. Además fue distinguido tanto a nivel nacional como internacional. El cuento que aquí se presenta fue publicado en 1978, en “Desde Córdoba narran”.

 

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