Don Ventura Perdigones era un gallego* verdulero** que había en Salta.
Desde Vaqueros, donde tenía su huerta***, llevaba todas las mañanas al pueblo arganas ****de verduras frescas para vender por las calles.
Vaqueros es un lugar que dista dos leguas de la ciudad, y está situado en la margen izquierda del río de ese nombre.
Y digo río, porque se llama así en mi tierra, mal que pese al estricto sentido del vocablo, lo que en invierno apenas parecen arroyos* apacibles, y en verano se tornan con las lluvias, en formidables avalanchas de barro y piedras.
Una mañana venía el Vaqueros por demás crecido, como dice la gente de mi provincia. La noche anterior había caído una tormenta en los cerros, y, con tumultuoso estrépito, las turbias aguas *
arrastraban gruesos troncos y pesados
pedrones.
A lo largo de la orilla, numeroso paisanos* a caballo esperaban que pasara lo peor de la crecida para atravesarlo. Perdigones, encaramado en su asno, estaba allí con las arganas repletas de repollos y lechugas. Quería pasar cuanto antes, sin atender a los consejos de algunos que le señalaban el peligro; y porfiadamente taloneaba* a su bestia, y se paraba en los estribos a ver por dónde se lanzaría.
Y Perdigones que sí y el jumento* que no, bruto y hombre pugnaban por hacer cada cual su gusto, con grande regocijo y mofa* de los presentes.
-No dentre, don Ventura. Mire que la creciente lo va a trapiar- decía uno.
–De ande lo han de convencer, si este gallego es más porfiao que una clueca* gritaba otro.
–Sujétese* bien, no sea que pierda las arganas-vociferaba un tercero.
-¡Vaya, vaya, hombre! – contestaba Perdigones-. Paréceme a mí que no hay motivo pa’ tanta alharaca- Por lo que es éste, a mí no me gana -decía del asno y lo molía a palos*.
Al fin triunfó Perdigones, si bien más le valiera no haber triunfado; porque zamparse el burro, desquiciarse de la montura los soportes de las alforjas, y hacerse una balumba* de hombre y bestia, y reatas** y verduras, todo fue uno. La rápida corriente los arrastraba.
Los gauchos* armaron al punto sus lazos y se los arrojaron al infeliz de don Ventura, que a manotones y zambullidas** y vueltas de carnero*** en medio del agua, ni pudo, ni atinó**** con los auxilios.
Y mal acaba el lance*****, si no logra prenderse, con todas las fuerzas que le restaban, a las raíces de un sauce ribereño******.
Y ya en tierra firme, pasado el susto, un paisano le dice al gallego:
–Velay*, pues, ño** Ventura, que se ha salvao, dé gracias a Dios; porque esto ha sido un milagro.
Y el gallego malhumorado y tiritando le contestó: -Hombre, dí tú gracias al sauce; que las intenciones de Dios fueron ahogarme.
Juan Carlos Dávalos: Nació en Salta en 1887 y falleció en 1959. En su adolescencia escribió sus primeros poemas. Y todavía en esa etapa fundó el primer periódico, “Sancho Panza” (junto con Torino y Paz). Estudió primeramente en Salta, y posteriormente en Buenos Aires cursó algunos años de Derecho. Se desempeñó como profesor universitario, y perteneció a la Academia Argentina de Letras. Entre sus obras, se encuentran: “La guerra en armas”, “Los gauchos”, “La epopeya salteña”, “De mi vida y de mi tierra”. En 1946 se publica la Antología de “Cuentos y Relatos del Norte Argentino” al cual pertenece este texto que aquí se transcribe.
Fuente original: Material compilado y revisado por la educadora argentina Nidia Cobiella (NidiaCobiella@RedArgentina.com) FACILITADO POR EDUCAR.ORG. El vocabulario de esta versión fue ligeramente modificado se agregaron ilustraciones.