En una ocasión, una “niuque“* le habló a su hijo diciendo: “El invierno ha llegado más temprano que nunca y la tierra ya se encuentra cubierta de nieve. Tu padre, el gran guerrero, aún no ha vuelto de su viaje en busca de la blanca sal y temo que se haya extraviado. Habíamos convenido que volvería antes de la caída de las primeras nevazones, pero hasta hoy no sabemos nada de él. Quizá lo ha devorado un puma en la región de las salinas. Puede ser que el hambre lo agotó. Ahora estamos solos y quiero que vayas a su encuentro, para aliviarlo de la carga de sal que sin duda trae. Las provisiones que tengo aquí me alcanzarán hasta que vuelvas y no debes preocuparte por mí. En esta caverna los esperaré a los dos.
Entonces el hijo de Chacayal, sin decir una palabra, obedeciendo como los hijos de mapuches obedecen a sus mayores, partió en busca de su padre. Caminó mucho, esperando encontrarlo en El Paso, cargado con bolsas de sal, pero no lo encontró. Vino una noche muy fría. Nevaba. EI joven, cansado de tanto andar ya ni alimentarse podía con las provisiones que la madre le había preparado en la misma manta de cuero que llevaba como único vestido. Agotado, iba a tenderse en el suelo para esperar la muerte cuando advirtió a lo lejos un hermoso “pehuén”, árbol entonces muy escaso en la cordillera. Fue lentamente acercándose al árbol sagrado para saludarlo, pero como por la tradición le era prohibido seguir adelante sin dejarle una ofrenda y no teniendo más que los zapatos de piel de zorro que le había hecho la madre, se los quitó y los colgó en la rama más baja del pehuén.
Hecho esto se sintió mejor y prosiguió su camino y aunque descalzo y hundiendo sus pies en la nieve, caminó con renovados bríos y nuevas esperanzas.
Andando varias horas llegó a un lugar donde percibió voces humanas y descubrió, detrás de una loma, un grupo de gente alrededor de una fogata, acampados sin duda para pasar la noche. Creyendo que eran hombres de su raza que volvían de las salinas, tal vez con su padre entre ellos, se acercó, lleno de alegría .. . Pero eran de otra tribu que no conocía. Sin embargo le permitieron calentarse cerca de la fogata y después de comer sus propios alimentos -de los cuales sus ocasionales compañeros se apoderaron en gran parte, sin decirle nada y él tampoco abrió la boca- se acostó a dormir, vencido por el cansancio y sintiéndose seguro. Pero sucedió que mientras dormía confiado, aquellos hombres le quitaron su manta de piel, sus armas y las escasas provisiones que le quedaban: le ataron tan brutalmente las piernas y los brazos que quedó totalmente inmovilizado. Ahí quedó solo, desamparado, con el peligro de morir de frío, ser presa de los buitres, del feroz “trapial“*o del “nahuel“** hambriento, que sin duda andaban cerca. Cuando llegó el nuevo día la situación del muchacho era realmente crítica. Él mismo se daba cuenta del peligro que lo amenazaba y casi perdió la esperanza de salvarse. Entonces, con una esperanza infundada, empezó a llamar a grandes voces a su madre.
Sabía que la distancia que los separaba era enorme y que era imposible que lo oyera. Sin duda que en la caverna donde la había dejado hacía muchas lunas ella seguía esperando a los dos, así como habían resuelto al partir.
Pero . . . una noche la madre, durmiendo en su lecho de pieles, tuvo un sueño. Vio a su hijo en desesperado peligro. Escuchó su voz que la llamaba y lo vio, caído y cubierto de nieve. Vio al nahuel rondando y muy cerca de él al trapìal. También vio, en la solitaria y extensa salina, el cadáver de su señor asesinado.
Al despertar, angustiada por aquel suelo, resolvió cumplir inmediatamente con la ley que marca la tribu y cortándose los cabellos, salió en busca del hijo.
Mientras tanto el muchacho, sin poder desasirse de sus ligaduras, lloraba, después de cansarse gritando. Dominado por el temor a las fieras, se lamentaba de su mala suerte. Ya sentía el frío y la angustia de la muerte cercana.
En un momento, al abrir los ojos heridos por los rayos del sol naciente, vio a lo lejos el árbol sagrado con sus zapatos colgados en la rama baja y le gritó: “¡Ah, si tú pudieras convertirte en mi madre! ¡Buen árbol con tu ramaje dilatado! ¡Niuque, niuque, ven! ¡Ven a salvarme, madre, niuque!”.
Y el buen árbol, llamado madre (“niuque‘), cuyo corazón era cálido y maternal, oyó su ruego. No en vano su viejo tronco había visto a los pajaritos hacer sus nidos, buscar alimento para sus polluelos y enseñarles a volar cuando crecían. No en vano había vivido rosados amaneceres cuando la naturaleza despierta y había visto a las madres mapuches dar de comer y hacer dormir a sus pequeñuelos. Era nada más que un árbol, pero tenía la sensibilidad de una madre. Comprendió el grito desesperado del muchacho abandonado a su suerte por los hombres crueles.
Con sorpresa el muchacho vio cómo el pehuén empezó a arrancar sus raíces del suelo; una por una las fue sacando de la tierra y cuando estuvo libre empezó a moverse lentamente. Moviendo las raíces como si fueran patas, en dirección hacia el casi atemorizado joven mapuche, que nunca había visto caminar a un árbol. Cuando estuvo a su lado. el pehuén, cuyas hojas terminan en afilada punta, extendió sobre el muchacho su ramazón, la dobló hacia abajo, envolviéndolo en tal forma para que no pudiera ser visto por el “nahuel”, que ya rondaba por ahí. El mismo ramaje lo protegió contra la nieve que caía; luego soltó frutos de sus piñas, para que comiera. Saciado y tranquilo, el muchacho se durmió apaciblemente.
Cuando despertó, al amanecer, vio que Ilegaba la madre, que lo había reconocido en el refugio, sin haberlo visto, sino por los zapatos colgados en las ramas bajas del “pehuén”, que no se doblaron hacia abajo. Con sus manos hábiles lo desató de sus ligamentos y el muchacho, al verla con la cabeza rapada, comprendió que su padre había muerto y los dos lloraron amargamente la pérdida de su señor, el gran cacique.
Calmados y resignados, la madre agradeció al “pehuén” por su acción piadosa, acarició su estípite y como prueba de su devoción le dejó como ofrenda sus propios zapatos. Con los pies descalzos, hollando la nieve recién caída, madre e hijo regresaron a sus lares. Al principio el “pehuén” caminó junto con ellos, brindándoles protección. Cuando se acercaban a la caverna donde habían esperado la vuelta del padre el árbol se detuvo, hundió lentamente sus raíces en el suelo y quedó ahí. Cuando ambos contaron lo sucedido, la tribu resolvió llamar a aquel lugar “Niuque“, el mismo nombre con que el muchacho había llamado al árbol en su desesperación y el nombre quedó por muchos años,
Un día llegaron los “huincas“*, quienes, no conociendo la hermosa historia del “pehuén” andante, ni menos eI origen del nombre y lo cambiaron por el de Neuquén… que siempre significa madre para los mapuches. Sin embargo, muchos nativos la siguen llamando “niuque”, aferrados a sus tradiciones milenarias. De las semillas desprendidas de los sabrosos piñones del árbol que salvó al hijo y los condujo después, junto con la madre, hasta cerca de la cordillera, nacieron infinidad de árboles que formaron los bosques de hoy y de los que muchos persisten, desde cerca de Zapala hasta el Norte, y no sólo embellecen los panoramas con su porte elegante y dan alimento natural a la población, sino que mantienen viva la leyenda de su origen milagroso.
(Extraída de “Leyendas indígenas” de José Lieberman, Centro Editor de América Latina, 1972)
Fuente: Material compilado y revisado por la educadora argentina Nidia Cobiella (NidiaCobiella@RedArgentina.com)
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