La amenaza había quedado en mi hermana, Maya, como un aviso de lo que iba a ocurrir si ella seguía comiendo mis galletas. Si me desobedeces, habrá consecuencias. Pero Maya era una chica impulsiva con un paladar dulce.
A las seis de la tarde ella llegó a casa después de su práctica de baloncesto. Cuando fue a su cuarto, ya había terminado su tarea para la noche, comenzó a mirar Netflix. Por su puesto, estaba mirando la serie de televisión, La Oficina, por la tercera vez. Su risa resonó por la casa.
El sonido de la puerta del garaje la alertó que su hermano había llegado. Por los años,
Maya había robado muchos dulces de su hermano, así que él se preocupó sobre sus dulces. Ella se apuró a bajar las escalaras para ver el tesoro que su hermana había traído del supermercado. Estaba esperando delante de la puerta cuando escuchó la llave girar en la cerradura.
“¡Hola!” gritó Maya, “¿Qué has comprada para mí?”
“Nada para ti.” Respondió su hermano, mientras caminaba hacia ella con una caja de galletas en su mano.
“¡Mamá!” Maya se quejó, “Izak compró las galletas, pero no va a compartirlas conmigo.”
Su mama respondió, “Si las compró con su dinero, no puedes esperar que él las comparta.”
Muy enojada, Maya irrumpió en su cuarto y cerró la puerta detrás de ella.
Más tarde esa noche, después de la cena, Maya fue de nuevo a pedir las galletas. De nuevo, su hermano le dijo “No.” Bien, ella pensó, voy a tener que robarlas más tarde. A las once de la noche, cuando ella pensó que su hermano estaba en su cuarto jugando videojuegos, Maya bajó las escalaras y fue a la cocina. En silencio, caminó hacia el armario donde estaban las galletas. Abrió el armario y sacó la caja de dulces. Ya estaba abierta.
Inmediatamente puso una en su boca y comenzó a masticar. Después de un segundo, escupió la galleta. “¡Repugnante! ¿Qué es la crema, la pasta de dientes?”
“Sí,” su hermano dijo detrás de ella, “nunca vuelvas a comer mis galletas.”