Apocalipsis

La extinción de la raza de los hombres se sitúa aproximadamente a fines del siglo XXXII. La cosa ocurrió así: las máquinas habían alcanzado tal perfección que los hombres ya no necesitaban comer, ni dormir, ni hablar, ni leer, ni escribir, ni pensar, ni hacer nada. Les bastaba apretar un  botón y las máquinas lo hacían todo por ellos. Gradualmente fueron desapareciendo las mesas, las sillas, las rosas, los discos con las nueve sinfonías de Beethoven, las tiendas de antigüedades, los vinos de Burdeos, las golondrinas, los tapices flamencos, todo Verdi, el ajedrez, los telescopios, las catedrales góticas, los estadios de Fútbol, la Piedad de Miguel Ángel, los mapas, las ruinas del Foro Trajano, los automóviles, el arroz, las sequoias gigantes, el Partenón. Sólo había máquinas. Después los hombres empezaron a notar que ellos mismos iban desapareciendo paulatinamente, y que en cambio las máquinas se multiplicaban. Bastó poco tiempo para que el número de los hombres quedase reducido a la mitad y el de las máquinas se duplicase. Las máquinas terminaron por ocupar todos los sitios disponibles. No se podía dar un paso ni hacer un ademán sin tropezarse con una de ellas. Finalmente los hombres fueron eliminados.

Como el último se olvidó de desconectar las máquinas, desde entonces seguimos funcionando.

No hay que complicar la felicidad

 

Un parque. Sentados bajo los árboles, ella y él se besan

ÉL : Te amo.

Ella : Te amo.

Vuelven a besarse.

ÉL : Te amo.

Ella : Te amo.

 

 

 

 

 

 

 

Vuelven a besarse

ÉL : Te amo.

Ella : Te amo.

Él se pone violentamente de pie.

ÉL : ¡Basta! ¿Siempre lo mismo? ¿Por qué, cuando te digo que te amo, no contestas que amas a otro?

Ella : ¿A qué otro?

ÉL : A nadie. Pero lo dices para que yo tenga celos. Los celos alimentan el amor. Despojado de ese estímulo, el amor languidece. Nuestra Felicidad es demasiado simple, demasiado monótona. Hay que complicarla un poco. ¿Comprendes?

Ella : No quería confesártelo porque pensé que sufrirías. Pero lo has adivinado.

ÉL : ¿Qué es lo que 
adiviné

?

Ella se levanta, se aleja unos pasos.

Ella : Que amo a otro.

ÉL : Lo dices para complacerme. Porque yo te lo pedí.

Ella : No.   Amo a otro.

ÉL : ¿A qué otro?

Ella : No lo conoces.

Un silencio. Él tiene una expresión sombría

ÉL : Entonces ¿Es verdad?

Ella : (Dulcemente) Sí. Es verdad.

Él se pasea haciendo ademanes de furor.

ÉL : Siento celos. No finjo, créeme. Siento celos. Me gustaría matar a ese otro.

Ella : (dulcemente) Está allí.

ÉL : ¿Dónde?

Ella : Allí, detrás de aquellos árboles.

ÉL : ¿Qué hace?

Ella : Nos espía. También él está celoso.

ÉL : Iré en su busca.

Ella : Cuidado. Quiere matarte.

ÉL : No le tengo miedo.

Él desaparece entre los árboles. Al quedar sola, ella ríe.

Ella : ¡Qué niños son los hombres! Para ellos, hasta el amor es un juego.

Se oye el disparo de un revólver. Ella deja de reír.

Ella : Juan.

Silencio.

Ella : (Más alto) Juan.

Silencio.

Ella : (Grita) ¡Juan!

Silencio. Ella corre y desaparece entre los árboles. Al cabo de unos instantes se oye el grito desgarrador de ella.

Ella : ¡Juan!

Silencio. Después desciende el telón.

Las grandezas de la burocracia

Grandezas de la burocracia

“Cuentan que Abderrahmán decidió fundar una ciudad que fuese la más hermosa del mundo, y para ello mandó llamar a una multitud de ingenieros, arquitectos y artistas de toda laya, a cuya cabeza estaba Kamaru-l-Akmar, el primero y más notable de los ingenieros de todos los reinos árabes.

Kamaru-l-Akmar prometió que en un año la ciudad estaría edificada, con sus alcázares, sus mezquitas y jardines más bellos que los de Lusa y Ecbatana y aun que los de Bagdad. Pero solicitó al califa que le permitiera construirla con entera libertad y fantasía y según sus propias ideas, y que no se dignase a verla sino una vez que estuviese concluida. Abderrahmán, sonriendo, accedió.

Al cabo del primer año, Kamaru-l-Akmar pidió otro año de prórroga, que el califa gustosamente le concedió. Esto se repitió varias veces. Así transcurrieron no menos de diez años. Hasta que Abderrahmán, encolerizado, decidió ir a investigar. Cuando llegó, una sonrisa le borró el ceño adusto.

–¡Es, en efecto, la más hermosa ciudad que han contemplado ojos mortales! –díjole a Kamaru-l-Akmar–. ¿Por qué no me avisaste que estaba concluida?

Kamaru-l-Akmar inclinó la frente y no se atrevió a confesarle al monarca que lo que estaba viendo eran los palacios y jardines que los artistas habían levantado para sí mismos, mientras estudiaban los planos de la futura ciudad.

Este fue el origen de Zahara, a orillas del Guadalete, joya en el turbante de Abderrahmán.

Pero Alá es el más sabio.

La hormiga

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. 

Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: “Arriba… luz… jardín… hojas… verde… flores…” Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)

FIN

* Cuento publicado en Falsificaciones, 1966

Génesis

Con la última guerra atómica, la humanidad y la civilización desaparecieron. Toda la tierra fue como un desierto calcinado.

En cierta región de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y dormía en una caverna. Durante mucho tiempo, aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y cambiantes como un sueño; su horror se transformó en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo amonestaba, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se perdía entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese.

Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente, se halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los estragos de la guerra atómica.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó.

-Eva -contestó la joven-. ¿Y tú?

-Adán.

FIN

El juez

                                                                       

Cuando fui citado a comparecer en calidad de  testigo (así decía la cédula de notificación), entré, por primera vez en mi vida, en el Palacio de Justicia. Cuántos corredores, cuántas puertas. Pregunté dónde estaba el juzgado que me había enviado la citación, pero nadie sabía o me daban instrucciones erróneas y contradictorias. Harto de caminar de aquí para allá abrí una puerta y entré. Me atendió un joven de chaqueta de lustrina, o pálido y muy altanero“Soy el testigo”, le dije. Me contestó sin mirarme: “Espere su turno”. Esperé, prudentemente, un par de días. Después me aburrí y, tanto como para distraerme, empecé a ayudar al joven, quien ni siquiera me lo agradeció. Al poco tiempo ya sabía ubicar los expedientes y distinguirlos unos de otros. Los abogados que acudían al juzgado me saludaban con amabilidad, algunos me dejaban sobrecitos con dinero. Un ordenanza nos traía la comida, al joven y a mí. Por la noche el joven se iba a su casa, pero yo me quedaba a dormir en un sofá de cuero: tenía miedo de perder mi turno de testigo. Al cabo de un año (o dos, no estoy seguro), pasé a desempeñarme en la trastienda. Sentado a un escritorio, redactaba las sentencias y se las llevaba al Juez, un hombre muy gordo y pálido, vestido de negro, que nunca salía de su despacho. Antes de irnos a dormir solía hacerme confidencias. ¿Qué será de mi esposa?, suspiraba. “Y de mis hijos. El mayor andará  por los veinte años”. Tiempo después este hombre melancólico desapareció. Y como nadie venía a ocupar su sillón, yo lo reemplacé, No me falta práctica. Ahora todo el mundo me llama “señor Juez” o “Usía” El joven de saco de lustrina, cuando entra en mi despacho, me dedica una reverencia. Presumo que no es el mismo que me atendió el primer día y que era tan engreído, pero se le parece extraordinariamente. La vida sedentaria me ha hecho engordar. Y como desde hace años no veo la luz del sol, estoy muy pálido. A veces añoro mi casa, a mi familia. En ciertas oportunidades, por ejemplo en Navidad, no resultaba agradable permanecer aquí encerrado. Pero soy el Juez, Ayer un nuevo empleado, un muchacho muy simpático, me hizo firmar una sentencia donde condeno a un testigo renitente. El nombre del testigo me suena familiar. ¿Será el mío? No estoy seguro.

Cuento policial

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.